Hace
poco tuve la ocasión de ver el documental “Inside Job”.
Para cualquiera que tenga inquietudes sobre cómo se llegó al estado
de las cosas que desembocaron en la quiebra de lehman brothers en
Estados Unidos y que puso de manifiesto la crisis sistémica en la
que se encuentra el capitalismo en todo el mundo es un documento
impagable.
Encuentro
un complemento perfecto para dicho documental en este artículo, un
ilustrativo análisis político de la gestión de la crisis
financiera escrito por Simon Johnson, ex-economista jefe del FMI de
Marzo del 2007 a agosto del 2008.
Publicado
originalmente en el número de Mayo del 2009 de la revista
estadounidense The Atlantic Monthly, viene a ser una denuncia
documentada del poder de Wall Street hecha desde las coordenadas
neoliberales del Fondo Monetario Internacional, y que para la salida
de la crisis apunta que hay que afrontar dos problemas
interrelacionados: el primero es la existencia de un sector bancario
desesperadamente enfermo que amenaza con ahogar cualquier
recuperación; y el segundo, un equilibrio político de poderes que
concede al sector financiero un poder de veto sobre la política
pública. Se trata de una oligarquía financiera resurgida no hace
mucho y que, a pesar del daño que ha causado, se considera en una
posición segura basada en la creencia aún generalizada de que lo
que es bueno para Wall Street es bueno para los EEUU.
El
autor nos muestra que una de las más alarmantes verdades sobre los
EEUU que ha dejado al descubierto la crisis, es que el sector
financiero se ha apoderado realmente del gobierno, una situación
típica de los países con mercados emergentes y que está en el
centro de muchas de sus crisis. Si los expertos del FMI pudieran
expresarse libremente, dirían a las autoridades de los EEUU lo que
les dicen a todos los países en esa situación: que
fracasará la recuperación a menos que se quebrante la oligarquía
financiera que está bloqueando las reformas esenciales.
Sin
más les dejo con el articulo, es largo, pero espero lo encontrarán
interesante, más viniendo de quien viene. Les aconsejo que se lo impriman para leerlo más cómodamente.
Cómo los banqueros tomaron el poder y cómo están impidiendo la recuperación.
Por Simon Johnson. Profesor en la Sloan School of Management en el Instituto de Tecnología de Massachusetts. Ex economista jefe del FMI.
Una de las cosas que aprendes rápidamente cuando trabajas en el Fondo Monetario Internacional, es que nadie se alegra nunca de verte. Normalmente, tus “clientes” te llegan únicamente cuando ya les ha abandonado el capital privado, cuando los socios de su bloque comercial regional se han mostrado incapaces de echarles una mano firme para salvarles, cuando les han fallado los últimos intentos de obtener préstamos de poderosos amigos como China o la Unión Europea. Ya no están entre los primeros del carnet de baile de nadie.
Por supuesto, la razón es que el FMI se especializa en decirle a sus clientes lo que no quieren oír. Tengo razones para saberlo; porque presioné a muchos funcionarios extranjeros para lograr cambios dolorosos durante mi etapa como economista jefe en 2007 y 2008. Y sentí los efectos de la presión del FMI, al menos indirectamente, cuando trabajaba con los gobiernos de la Europa del Este mientras luchaban tras 1989; y con el sector privado en Asia y Latinoamérica durante las crisis de finales de los noventa y primeros años 2000. Durante ese tiempo y desde todos los puntos de vista, contemplé de primera mano la constante llegada de funcionarios de Ucrania, Rusia, Tailandia, Corea del Sur y otros países, que acudían cabizbajos al Fondo cuando las circunstancia eran duras y los otros recursos habían fallado.
Desde luego, cada crisis es diferente. Ucrania afrontaba una hiperinflación en 1994; Rusia necesitaba ayuda desesperadamente cuando en el verano de 1998 le estalló su plan de refinanciación de la deuda a corto plazo; en 1997 la rupia de Indonesia se hundió arrasando la economía de las empresas; y ese mismo año,se frenaron en seco los treinta años del milagro económico de Corea del Sur, cuando los bancos de repente se negaron a conceder nuevos créditos.
Sin embargo, tengo que decir que todas esas crisis aparecían abrumadoramente similares para los funcionarios del FMI. Por supuesto que cada país necesitaba un préstamo; pero, más que eso, cada uno necesitaba hacer grandes cambios para que realmente funcionará el préstamo. Casi siempre, los países en crisis necesitan aprender a vivir con sus propios recursos tras un período de excesos y deben aumentarse las exportaciones y deben recortarse las importaciones; y el objetivo es conseguirlo sin recesiones tremendas. Naturalmente, los economistas del Fondo dedican tiempo diseñando políticas – presupuesto, oferta monetaria y demás – que tengan sentido en ese contexto. Y sin embargo, rara vez resulta muy difícil elaborar la solución económica. No; casi invariablemente la verdadera preocupación de los expertos veteranos del FMI es la política de los países en crisis.
Normalmente, estos países están en una situación económica desesperada por una simple razón, como es que las poderosas élites en su interior se exceden en los buenos tiempos asumiendo demasiados riesgos. Los gobiernos de los mercados emergentes y sus aliados del sector privado forman generalmente una oligarquía compacta – y amable la mayor parte del tiempo – gestionando el país más bien como una compañía en busca de lucro, en la cual ellos son los accionistas que tienen el control. Cuando crece un país como Indonesia o Corea del Sur o Rusia, crecen asimismo las ambiciones de sus capitanes de industria. Como dueños de su miniuniverso, estas gentes realizan algunas inversiones que benefician claramente el conjunto de la economía; pero también comienzan a hacer apuestas mayores y más arriesgadas. Consideran – correctamente en la mayoría de los casos – que sus conexiones políticas les permitirán trasladar al gobierno cualquier problema sustancial que surja.
Por ejemplo, en Rusia, el sector privado tiene ahora serios problemas, porque en los últimos cinco años más o menos recibió prestamos de la banca y de los inversores por un importe de 490,000 millones de dólares por lo menos, en la creencia de que el sector energético del país podría soportar un incremento permanente del consumo en toda su economía. Mientras los oligarcas rusos gastaban ese capital, adquiriendo otras compañías y embarcándose en ambiciosos planes de inversiones que generaban empleos, aumentaba su importancia para la élite política. El creciente apoyo político significaba mejor acceso a contratos lucrativos, exenciones fiscales y subvenciones. Y los inversores extranjeros no podían sentirse más contentos y, en paridad con las demás cosas, preferían prestar dinero a gentes que tenían el respaldo implícito de sus gobiernos nacionales, incluso a pesar de que ello desprendía el tufillo de la corrupción.
Sin embargo, inevitablemente los oligarcas de los mercados emergentes lograban salir adelante; derrochaban dinero y construían enormes imperios empresariales sobre montañas de deudas. Los bancos locales, presionados a menudo por el gobierno, estaban cada vez más dispuestos a extender el crédito a la élite y a todos aquellos bajo su dependencia. El sobreendeudamiento siempre termina mal, tanto si es personal, de una empresa o de un país. Tarde o temprano, se endurecen las condiciones del crédito y nadie facilitará dinero en condiciones que puedan ser aceptables. La espiral descendente que suele seguir, ofrece un declive tremendo. Grandes empresas se tambalean al borde de la quiebra y se colapsan los bancos locales que les han prestado dinero. Las “asociaciones empresariales privadas-publicas” son rebautizadas como “capitalismo de amiguetes”.
A la restricción del crédito, sigue la paralización de la economía y las condiciones se ponen cada vez peores. El gobierno se ve forzado a echar mano de sus reservas en divisas para pagar las importaciones, el servicio de la deuda y cubrir deudas privadas. Pero estas reservas al final se agotan. Si no se endereza el país mismo antes de que eso suceda, suspenderá el pago de su deuda pública convirtiéndose en un paria económico. En la carrera para detener la sangría, normalmente el gobierno necesita hacer desaparecer algunos de los campeones nacionales – convertidos en una hemorragia de dinero liquido – y por lo general reestructura un sistema bancario que se ha desequilibrado gravemente. En otras palabras, necesitará exprimir por lo menos a algunos de sus oligarcas.
Aunque exprimir a los oligarcas rara vez es una opción estratégica entre los gobiernos de mercados emergentes. Todo lo contrario: en los comienzos de la crisis, los oligarcas suelen estar entre los primeros en conseguir ayuda extraordinaria del gobierno, como acceso preferente a divisas o quizás a unas bonitas exenciones tributarias; o la asunción por el gobierno de obligaciones de deudas privadas, que es una clásica técnica de rescate del Kremlin. Bajo coacción, la generosidad hacia los viejos amigos adopta muchas formas innovadoras. Mientras tanto, ante la necesidad de exprimir a alguien, la mayoría de los gobiernos de mercados emergentes miran primero a la gente trabajadora corriente, por lo menos hasta que los alborotos logran extenderse.
De ahí que los expertos del FMI miren a los ojos de los ministros de finanzas y decidan si el gobierno es aún serio. Incluso a un país como Rusia, el Fondo le concederá al final un préstamo, pero primero necesitará asegurarse que el Primer Ministro Putin está dispuesto, deseoso y en condiciones de ser duro con algunos de sus amigos. Si no está dispuesto a arrojar a los antiguos amiguetes a los lobos, el Fondo optará por esperar. Y cuando esté dispuesto, al Fondo le complacerá presentar sugerencias que le ayuden, en particular para que arranque el control del sistema bancario de las manos de los más incompetentes y avariciosos “empresarios”.
Por supuesto, los ex amigos de Putin darán la batalla. Movilizarán aliados, harán funcionar el sistema y pondrá presión en otros lados del gobierno para conseguir más subvenciones. En casos extremos, incluso intentaran la subversión, incluyendo la apelación a sus contactos en los organismos de la política exterior estadounidense, como hicieron los ucranianos con cierto éxito a finales de los noventa.
Muchos programas del FMI “descarrilan” (es un eufemismo) precisamente porque el gobierno es incapaz de mantenerse duro con los antiguos compinches; y las consecuencias son la inflación masiva y otros desastres. Un programa “se encarrila” una vez que prevalece el gobierno o aparecen de entre los poderosos oligarcas quienes gobernaran – y de este modo ganan o pierden – con el plan del FMI que apoyan. El combate real en la Tailandia e Indonesia de 1997 fue sobre qué poderosa familia perdería sus bancos. En Tailandia, el asunto se resolvió con cierta suavidad. En Indonesia, llevó a la caída del Presidente Suharto y al caos económico.
Por los largos años de experiencia, los expertos del FMI saben el programa que prevalecerá, estabilizando la economía y facilitando el crecimiento, únicamente si al menos se toman un respiro algunos de los poderosos oligarcas que tanto hicieron para crear los problemas subyacentes.
LA CONVERSIÓN EN UNA REPÚBLICA BANANERA
Por su profundidad y por su carácter repentino, la crisis financiera y económica recuerda asombrosamente momentos que hemos visto recientemente en mercados emergentes (y solamente en mercados emergentes), como Corea del Sur (1997), Malasia (1998), Rusia y Argentina (una y otra vez). En cada uno de esos casos, los inversores globales repentinamente dejaron de prestarles, temerosos de que el país o el sector financiero no fuera capaz de pagar los montones de deuda. Y en cada caso, el miedo se iba autocumpliendo, a medida que los bancos que no podían refinanciar su deuda resultaban de hecho incapaces de pagar. Esto es precisamente lo que condujo a Lehman Brothers a la bancarrota el 15 septiembre 2008, haciendo que de la noche a la mañana se secaran todas las fuentes de financiación del sector financiero estadounidense. Exactamente como en las crisis de los mercados emergentes, la fragilidad del sistema bancario se ha extendido rápidamente al resto de la economía, generando una grave contracción económica y penuria para millones de personas.
Pero hay similitudes más profundas y más perturbadoras: los intereses de la élite de los negocios – financieros, en el caso de los EEUU – desempeñaron un papel central en la generación de la crisis, haciendo incluso mayores jugadas con el respaldo implícito del gobierno, hasta el inevitable colapso. Más alarmante todavía: están usando ahora su influencia para impedir precisamente el tipo de reformas que se necesitan urgentemente para sacar a la economía de su caída en picado. El gobierno parece impotente, o no está dispuesto, a actuar contra esos intereses.
A los distinguidos banqueros de inversiones y a los funcionarios del gobierno les encanta echar la culpa de la actual crisis, a la disminución de los tipos de interés en los EEUU tras quiebra de las puntocoms o, incluso más bien, al flujo de ahorro que sale de China, a modo de “la culpa no es mía”. Algunos en la derecha les gusta quejarse de Fannie Mae y Freddie Mac o incluso de los esfuerzos de muchos años para promover ampliamente la propiedad de la vivienda. Y, por supuesto, es axiomático para todo el mundo que los reguladores responsables de “la seguridad y la solvencia” se habían dormido profundamente al volante.
Pero tenían algo en común esas diferentes políticas de una escasa regulación, el dinero barato, la alianza económica no escrita chino-americana o la promoción de la propiedad de la vivienda. Aunque algunas están asociadas a los demócratas y otras a los republicanos, todas ellas beneficiaron al sector financiero. Fueron ignorados o barridos a un lado los cambios políticos que podrían haber evitado la crisis pero que habrían limitado los beneficios del sector financiero, tales como los ahora famosos intentos de Brooksley Born en 1998 para que la Commodity Futures Trading Commission regulara los credit default swaps (seguros de crédito)
La industria financiera no siempre ha gozado tal trato de favor. Sin embargo, durante los últimos veinticinco años más o menos las finanzas han tenido un gran auge, haciéndose inclusive más poderosas. El auge llegó con los años de Reagan y adquirieron fortaleza con las políticas de desregulación de las administraciones de Clinton y George W. Bush. Otros varios factores contribuyeron a alimentar el ascenso de la industria financiera. La política monetaria de Paul Volcker en los ochenta y la creciente volatilidad de los tipos de interés que la acompañó, hicieron más lucrativo el negocio de los bonos. La invención de la titulización, los interest swaps (derivados de permutas de tipos de interés), y el credit default swaps (derivados de seguros de créditos) aumentaron enormemente el volumen de las transacciones sobre las que podían hacer dinero los banqueros. Y una envejecida población crecientemente rica invertía cada vez más dinero en valores, con la ayuda del invento del IRA (Individual Retirement Account) y del plan 401(k) (planes de jubilación basados en títulos de valores). En su conjunto, estos avances incrementaron tremendamente las oportunidades de beneficios en los servicios financieros.
No sorprende que Wall Street sacara partido de esas oportunidades. De 1973 a 1985, el sector financiero nunca obtuvo más del 16 por ciento de los beneficios empresariales nacionales. En 1986, esa cifra alcanzó el 19 por ciento. En los noventa, oscilaba entre el 21 y el 30 por ciento, los beneficios más altos que nunca se habían obtenido en el periodo de la postguerra. En esta década alcanzó el 41 por ciento. Asimismo, se elevaron espectacularmente las retribuciones. De 1948 a 1982, la retribución media en el sector financiero se situaba entre el 99 y el 108 por ciento del promedio de todas las industrias privadas nacionales. Desde 1983 se disparó hacia arriba, alcanzando el 181 por ciento en 2007.
La enorme riqueza que generó y concentró el sector financiero dio un enorme peso político a los banqueros, un peso que no se había visto en los EEUU desde la época de J.P. Morgan (el hombre). En ese período, el pánico bancario de 1907 pudo ser detenido únicamente mediante la coordinación de los banqueros del sector privado, ninguna entidad gubernamental fue capaz de ofrecer una respuesta efectiva. Pero la primera época de los oligarcas banqueros terminó con la aprobación de la significativa regulación bancaria en respuesta a la Gran Depresión; la reaparición de una oligarquía financiera estadounidense es muy reciente.
EL PASILLO ENTRE WALL STREET Y WASHINGTON
Por supuesto que los EEUU son únicos. Y del mismo modo que tenemos la tecnología, el ejército y la economía más avanzada del mundo, también tenemos la más avanzada oligarquía.
En un sistema político primitivo, el poder se transmite mediante la violencia o la amenaza de violencia: los golpes militares, las milicias privadas u otras modalidades. En un sistema menos primitivo y más típico de los mercados emergentes, el poder se transmite por medio del dinero sean los sobornos, las comisiones ilegales y las cuentas bancarias en centros offshore. Aunque ciertamente las contribuciones a las campañas electorales y el lobbysmo juegan un papel principal en el sistema político estadounidense, la corrupción al viejo estilo – con sobres repletos de billetes de cien dólares – es probablemente algo marginal hoy, a pesar de Jack Abramoff.
En su lugar, la industria financiera estadounidense ganó poder político acumulando una especie de capital cultural, un sistema de creencias. En otro tiempo, lo que era bueno para la General Motors tal vez fuera bueno para el país. Pero a lo largo de la década pasada, predominaba la actitud de que lo que era bueno para Wall Street era bueno para el país. La industria de la banca y los títulosvalores se ha convertido en uno de los principales contribuyentes de las campañas políticas; sin embargo, en la cúspide de su influencia no tenía que comprar favores al modo, por ejemplo, en que puedan hacerlo las compañías tabaqueras o los contratistas militares. Por el contrario se beneficiaba del hecho de que las personas influyentes en Washington tenían la creencia que las grandes instituciones financieras y los mercados con libertad de movimientos del capital eran decisivos para la posición de los EEUU en el mundo.
Desde luego, un canal de influencia era el flujo de individuos entre Wall Street y Washington. Robert Rubin, en otro tiempo copresidente de Goldman Sachs, sirvió en Washington como Secretario del Tesoro con Clinton y después se convirtió en presidente del comité ejecutivo de Citigroup. Henry Paulson, consejero delegado de Goldman Sachs durante los largos años de bonanza, pasó a ser Secretario del Tesoro bajo George W. Bush. Y John Snow, predecesor de Paulson, dejó el cargo para convertirse en presidente de Cerberus Capital Management, una gran firma de capital riesgo que cuenta con Dan Quayle entre sus ejecutivos. Y Alan Greenspan, tras dejar la Reserva Federal, pasó a ser consultor en Pimco, el mayor jugador en los mercados internacionales de bonos.
Estas conexiones personales se multiplicaban muchas y repetidas veces en los niveles inferiores de las últimas tres administraciones presidenciales, reforzando los lazos entre Washington y Wall Street. Para los empleados de Goldman Sachs, incorporarse al servicio público cuando abandonan la firma ha pasado a ser algo así como una tradición . El flujo de ex alumnos de Goldman, incluidos John Corzine el actual gobernador de New Jersey junto con Rubin y Paulson, no solamente sitúa a la gente con una visión del mundo propia de Wall Street en los despachos del poder sino que también contribuye a crear la imagen de Goldman (al menos dentro del Beltway, el círculo de autopistas que rodea Washington) como una institución que es en si misma una forma de servicio público.
Wall Street es una plaza muy seductora, imbuida de un aura de poder. Sus ejecutivos creen de verdad que controlan las palancas que hacen girar al mundo. Podemos perdonar que caiga bajo su influencia un funcionario de Washington cuando es invitado a una de sus salas de reuniones, aunque sea solo como mero asistente a una única reunión. A lo largo de mi etapa en el FMI, me impresionaba el fácil acceso de destacados financieros a los altos funcionarios del gobierno y el entrelazado de las dos carreras profesionales. Recuerdo vivamente una reunión a principios de 2008, a la que asistían altos dirigentes políticos de un puñado de países ricos, en la cual la presidencia casualmente proclamó, con la aprobación general de la sala, que la mejor preparación para convertirse en gobernador de banco central era trabajar primero como banquero de inversiones.
Toda una generación de políticos ha sido cautivada por Wall Street, convencidos siempre por completo que era verdad dijeran lo que dijeran los bancos. Son muy conocidos los pronunciamientos de Alan Greenspan en favor de los mercados financieros desregulados; pero Greenspan no estaba solo. Esto es lo que dijo Ben Bernanke, su sucesor, en 2006: “La gestión de los riesgos del mercado y de los riesgo del crédito se han hecho crecientemente sofisticados… Las organizaciones bancarias de todos los tamaños han dado pasos sustanciales en las pasadas dos décadas en su capacidad para medir y gestionar los riesgos”
Por supuesto, en la mayoría de los casos eso era un espejismo. Casi todos los reguladores, los legisladores y los académicos asumían que los gestores de estos bancos sabían lo que estaban haciendo. A l mirar hacia atrás, ahora sabemos que no. La división de productos financieros en AIG, por ejemplo, logró 2,500 millones de dólares de beneficios antes de impuestos en 2005, en gran medida vendiendo seguros infravalorados en complejos títulos-valores que apenas se entendían. Esta estrategia, que se describe a menudo como “recoger calderilla delante de una apisonadora”, resulta rentable en años normales pero catastrófica en años malos. Hacia el otoño de 2008, AIG tenía seguros pendientes de más de 400,000 millones de dólares en valores. Hasta la fecha, el gobierno de EEUU, en su esfuerzo por salvar la compañía, tiene comprometidos unos 180,000 millones de dólares en inversiones y préstamos para cubrir las pérdidas que el sofisticado modelo de gestión de riesgos de AIG decía que eran imposibles.
El poder seductor de Wall Street se extendía incluso, o especialmente, a los profesores de finanzas y de economía, históricamente confinados a los despachos de las universidades y a la consecución del Premio Nobel. A medida que para la práctica financiera se hicieron cada vez más esenciales las finanzas basadas en las matemáticas, los profesores fueron asumiendo cada vez más posiciones como consultores o socios en las instituciones financieras. Myron Scholes y Robert Merton, ambos laureados con el Nobel, fueron tal vez los más famosos; ocuparon puestos en el consejo de administración del Long Term Capital Management en 1994, antes de que el famoso hedge fund se quemara a finales de la década. Pero muchos otros siguieron caminos similares. La migración daba el sello de legitimidad académica (y el aura intimidatoria del rigor intelectual) al mundo en ebullición de la alta finanza.
A medida que más y más ricos hacían dinero en las finanzas, el culto de las finanzas se infiltraba en la cultura en sentido amplio. Obras como Los bárbaros en las puertas, Wall Street y La Hoguera de las Vanidades – todos con la intención de relatos cautelosos – sirvieron solamente para acrecentar la mística de Wall Street. Michel Lewis subrayaba en Portfolio que cuando en 1989 escribió El póker del mentiroso, un relato de las interioridades de la industria financiera, tenía la esperanza que el libro provocara indignación ante los excesos y la soberbia de Wall Street. Y fue al revés, se encontró “inmerso en cartas de estudiantes del Estado de Ohio que querían saber si tenía otros secretos que compartir…Habían leído mi libro como un manual práctico”. Incluso delincuentes de Wall Street, como Michael Milken y Ivan Boesky, se agrandaban sobre los personajes reales.
En una sociedad que celebra la idea de hacer dinero, resultaba fácil inferir que los intereses de ese sector financiero eran los mismos que los intereses de país; y que los ganadores en el sector financiero conocían mejor lo que era bueno para los EEUU que los funcionarios civiles de carrera de Washington. La fe en los mercados financieros libres pasó a ser sabiduría convencional, proclamada en los editoriales de The Wall Street Journal y en los discursos del Congreso.
A partir de esta confluencia de ideología, contactos personales y finanzas en campaña, fluía durante la pasada década un río de políticas desreguladoras que, visto en retrospectiva, resulta asombroso: insistencia en la libertad de movimientos transnacionales de capitales; rechazo a las regulaciones de la era de la Gran Depresión que separaban la banca de inversiones y la banca comercial; una prohibición por el Congreso sobre la regulación del credit default swaps; aumentos sustanciales del apalancamiento permitido a las bancos de inversiones; una mano suave ( y me atrevería a decir, invisible) de la SEC (la Comisión del Mercado Valores) en la aplicación de las normativas; un acuerdo internacional para permitir a los bancos que se midieran su propia capacidad de riesgo; y un fallo intencionado en la actualización de las normativas para mantenerse a tono con el tremendo ritmo de la innovación financiera.
El ánimo que acompañó a estas medidas oscilaba entre la indiferencia y la abierta satisfacción; porque se pensaba que dejando rienda suelta a las finanzas proseguiría el impulso de la economía hacia cumbres más altas.
LOS OLIGARCAS ESTADOUNIDENSES Y LA CRISIS FINANCIERA
La oligarquía y las políticas gubernamentales que la ayudaron, no fueron las únicas causas de la crisis financiera que explotó el pasado año. Contribuyeron muchos otros factores, incluídos el endeudamiento excesivo de los hogares y los relajados criterios de los préstamos fuera de los límites del mundo financiero. Pero los bancos comerciales y de inversiones, y los hedge funds que funcionaban a su lado, fueron los grandes beneficiarios de las burbujas gemelas inmobiliaria y del mercado de valores de esta década; y de sus beneficios alimentados por un continuo volumen de transacciones basadas en una base relativamente pequeña de activos financieros reales. Cada vez que se vendía un préstamo, se empaquetaba, se titulizaba y se revendía, los bancos percibían sus honorarios por las operaciones; y los hedge funds que compraban esos valores cosechaban aún mayores comisiones a medida que crecían sus carteras de títulos.
Comoquiera que todos se hacían más ricos y la salud de la economía nacional dependía fuertemente del crecimiento inmobiliario y financiero, nadie en Washington se sentía incentivado para cuestionar lo que estaba pasando. Todo lo contrario, el presidente de la Reserva Federal Greenspan y el presidente Bush insistían periódicamente que la economía estaba fundamentalmente sana y que el tremendo crecimiento en títulos-valores complejos y derivados del crédito, eran una prueba de una economía saneada en la que el riesgo se repartía con seguridad.
En el verano de 2007 comenzaron a aparecer señales de tensiones. El boom había generado tanta deuda que incluso un pequeño tropiezo podía causar graves problemas como demostró el aumento de la delincuencia en las hipotecas subprimes. Desde entonces, el sector financiero y el gobierno federal han venido comportándose exactamente del modo que podríamos esperar que lo hicieran a la luz de las pasadas crisis de los mercados emergentes.
Por ahora, esta claro que los príncipes del mundo financiero han quedado desnudos como líderes y estrategas, al menos a los ojos de la mayoría de los estadounidenses. Sin embargo, a medida que han ido pasando los meses, las élites financieras han continuado asumiendo que su posición es segura como hijos favoritos de la economía, pese al naufragio que han causado.
En el momento álgido en los años 2005 y 2006, Stanley O´Neal, el consejero delegado de Merrill Lynch metió fuertemente a su firma en el mercado de los valores respaldados por hipotecas; en octubre de 2007, reconocía que “ el resultado es que nosotros – yo – nos equivocamos al sobreexponernos a las subprimes y sufrimos las consecuencias de problemas de liquidez en ese mercado. Nadie está más disgustado que yo con ese resultado.” En 2006, O´Neal se llevó a casa 14 millones de dolares en bonus; en 2007, se marchó de Merrill con una indemnización por rescisión de contrato por valor de 162 millones de dólares, aunque es de suponer que vale menos hoy.
En octubre, según se ha sabido, John Thain, el último consejero delegado de Merrill Lynch estuvo presionando a su consejo de administración por un bonus de 30 millones de dólares o más, reduciendo su exigencia finalmente a 10 millones, en diciembre; y retiró su petición ante la tormenta de protestas tras una filtración al The Wall Street Journal. Merrill Lynch como entidad no lo hizo mejor: trasladó a diciembre los pagos del bonus, 4,000 millones de dólares en total, se supone que para evitar la posibilidad que fueran reducidos por el Bank of America, que el primero de enero iba ser el propietario de Merrill. El pasado año, Wall Street abonó a sus empleados de la ciudad de Nueva York, 18,000 millones de dólares en bonus de final de año, después de que el gobierno desembolsara 243,000 millones en ayuda de emergencia al sector financiero.
En una situación de pánico financiero, el gobierno tiene que responder tanto con rapidez como con una fuerza aplastante. La raíz del problema es la incertidumbre, que en nuestro caso es la incertidumbre sobre si los bancos principales tienen activos suficientes para cubrir sus pasivos. Las medidas a medias, combinadas con meros deseos y una actitud de esperar a ver qué pasa, no pueden superar esa incertidumbre. Y cuanto más tarde sea la respuesta, durante más tiempo la incertidumbre bloqueará el flujo del crédito, socavará la confianza del los consumidores y paralizará la economía, haciendo más difícil la solución del problema al final. Y sin embargo, la principal característica de la respuesta del gobierno a la crisis financiera ha sido la demora, la falta de transparencia y la renuencia a perturbar al sector financiero.
Hasta la fecha la respuesta quizás se describe mejor como “política mediante acuerdo”, es decir, cuando una importante entidad financiera se encuentra en apuros, el Departamento del Tesoro y la Reserva Federal diseñan un rescate durante el fin de semana y el lunes anuncian que todo es estupendo. En marzo 2008, Bear Stearns fue vendido a JP Morgan Chase en lo que a muchos le pareció un regalo para JP Morgan (Jamie Dimon, consejero delegado de JP Morgan,tiene asiento en el consejo de administración del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, que junto con el Departamento del Tesoro intermediaron en el acuerdo). En septiembre del mismo año, vimos la venta de Merrill Lynch al Bank of America, el primer rescate de AIG y la toma e inmediata venta de Washington Mutual a JP Morgan; todos ellos con la mediación del gobierno. En octubre, nueve grandes bancos fueron recapitalizados en el mismo día a puerta cerrada en Washington. Esto, a su vez, fue seguido por rescates adicionales para Citigroup. AIG, Bank of America, Citigroup (otra vez) y AIG (de nuevo).
Es posible que algunos de estos acuerdos hayan sido respuestas razonables ante a la situación inmediata. Pero nunca estuvo claro (y todavía no lo está) a qué combinación de intereses se estaba sirviendo y cómo. Ni el Tesoro ni la Fed actuaban de conformidad con ningunos principios expresados públicamente sino que se limitaron a gestionar una transacción y proclamaron que era la mejor que se podía lograr en esas circunstancias. Esto fue una negociación pura y simple, entre bastidores a altas horas de la noche.
A lo largo de la crisis, el gobierno ha puesto un cuidado extremo en no perturbar los intereses de las instituciones financieras; sin cuestionar las líneas básicas del sistema que nos ha traído hasta aquí. En septiembre 2008, Henry Paulson pidió al Congreso 700,000 millones de dólares para comprar activos tóxicos a los bancos, sin añadir ninguna condición y sin revisión judicial de las decisiones de compra. Muchos observadores sospechaban que el propósito era pagar en exceso por esos activos y de ese modo liberar a los bancos del problema; porque la verdad es que es la única manera en que la adquisición de activos tóxicos habría ayudado. Y ese plan fue arrinconado seguramente porque no había modo de hacer que ese descarado subsidio fuera políticamente aceptable.
En su lugar, el dinero se utilizó para recapitalizar a los bancos, comprándoles acciones en condiciones que eran groseramente favorables para los propios bancos. A medida que la crisis se ha profundizado y las entidades financieras han necesitado más ayudas, el gobierno se ha vuelto cada vez más creativo en la invención de modos de concederles subvenciones a los bancos, que son demasiados complejos para que los entienda el público en general. El primer rescate de AIG, que fue en condiciones relativamente buenas para el contribuyente, se complementó con otros tres rescates en condiciones más favorables para ese conglomerado asegurador. El segundo rescate de Citigroup y el rescate del Bank of America incluyeron unas garantías para activos complejos que dotaban al banco de un seguro a precios inferiores al mercado. El tercer rescate del Citigroup, a finales de febrero, convertía las acciones preferentes del gobierno en acciones ordinarias a un precio significativamente superior al precio de mercado, un subsidio del cual no se percatarían incluso la mayoría de los lectores del Wall Street Journal en primera lectura. Y las acciones preferentes convertibles que el Tesoro adquirirá al amparo del nuevo Financial Stability Plan otorgan la opción de la conversión (y de lo contrario) a los bancos, no al gobierno.
Este último plan ha estado fuertemente influenciado por el sector financiero y el Tesoro no lo ha ocultado. Y es probable que este plan proporcione préstamos baratos a los hedge funds y a otros fondos de inversiones para que puedan comprar activos de bancos en apuros a precios relativamente altos. En marzo 2009 contaba al Congreso Neel Kashkari, un alto funcionario del Tesoro con Henry Paulson y Tim Geitner (y ex discípulo de Goldman) que “habíamos recibido propuestas espontaneas de gente del sector privado diciendo **Tenemos capital apartado y queremos conseguir esos activos (del banco en apuros)** . Y el plan les deja hacer precisamente eso porque “con el matrimonio entre capital del gobierno – de los contribuyentes – y capital del sector privado y proporcionando financiación, se les permitirá luego a esos inversores conseguir aquellos activos a un precio que tiene sentido para los inversores y que tiene sentido para los bancos” Kashkari no mencionó nada sobre lo que tiene sentido para el tercer grupo, los contribuyentes.
Aun dejando a un lado la equidad hacia los contribuyentes, resulta profundamente inquietante el planteamiento con guante de terciopelo del gobierno por una sencilla razón. Y es que resulta inadecuado cambiar la conducta de un sector financiero acostumbrado a hacer negocios con sus propias condiciones, en unos momentos en que ese comportamiento tiene que cambiar. Como en otoño pasado decía un anónimo empleado de banca al New York Times: “No importa cuanto nos dé Hank Paulson porque nadie va prestar un céntimo hasta que se mueva la economía”. Pero ahí está el problema: la economía no se recupera hasta que los bancos estén saneados y dispuestos a dar préstamos.
LA SALIDA DE LA CRISIS
Contemplando solo la crisis financiera y dejando a un lado los problemas de las grandes economías, nos enfrentamos al menos a dos principales problemas interrelacionados. El primero es un sector bancario desesperadamente enfermo que amenaza con ahogar cualquier recuperación incipiente que puedan generar los estímulos fiscales. El segundo es un equilibrio político de poderes que concede al sector financiero un poder de veto sobre la política pública, aun cuando ese sector pierde apoyo popular.
Parece que desde que comenzó la crisis solamente los grandes bancos han ganado fortaleza política. Y esto no es sorprendente. Estando el sistema financiero tan frágil ,el daño que pudiera causar el fracaso de un banco importante (Lehman era pequeño en relación con Citigroup o Bank of America) es mucho mayor que hubiera sido en épocas normales. La banca ha venido explotando este temor mientras arrancaba acuerdos favorables a Washington. En enero, Bank of America obtuvo su segundo paquete de rescate después de advertir al gobierno que podría ser incapaz de culminar la adquisición de Merrill Lynch, una posibilidad que no quería considerar el Tesoro.
Los retos con que se enfrentan los EEUU son un territorio familiar para la gente del FMI. Si usted oculta el nombre del país y solamente les muestra los números, no cabe duda que los veteranos del Fondo le dirían que se nacionalicen los bancos en apuros y que se fragmentaran del modo que fuera necesario.
Por supuesto, de alguna manera el gobierno ya ha tomado el control del sistema bancario. Esencialmente ha garantizado los pasivos de los mayores bancos y es la única fuente efectiva de capital hoy. Mientras tanto, la Reserva Federal ha asumido un papel principal en la provisión de crédito a la economía, una función que se supone debería realizar el sector bancario pero que no realiza. Y sin embargo, hay limites para lo que puede hacer la Fed por si misma; los consumidores y las empresas son aun dependientes de bancos que carecen de balances y de incentivos para hacer los préstamos que la economía necesita; y el gobierno no tiene un control real sobre quienes gestionan los bancos o sobre lo que hacen.
En la raíz de los problemas de la banca están las grandes pérdidas que indudablemente les han ocasionado sus carteras de préstamos y valores. Pero no quieren reconocer la total amplitud de sus pérdidas, porque probablemente les expondrían como insolventes. De modo que minoran los problemas y demandan cuantías que son insuficientes para sanearlos (de nuevo no quieren revelar las cuantías reales que serian necesarias para ello) pero que bastan para mantenerlos de pie un poco tiempo más. Esta conducta es corrosiva porque los bancos insolventes o no prestan (atesorando dinero para sostener sus reservas) o hacen jugadas desesperadas con préstamos de alto riesgo e inversiones que podrían darles altos rendimientos pero que probablemente no les den ninguno. En ambos casos, la economía sigue sufriendo y , como esta sucediendo, los propios activos continúan deteriorándose, creando un circulo vicioso altamente destructivo.
Para romper ese circulo, el gobierno debe forzar a los bancos para que reconozcan el alcance de sus problemas. Tal y como entiende el FMI y el propio gobierno de los EEUU ha insistido en el pasado ante múltiples países con economías emergentes, el modo más directo de hacerlo es la nacionalización. En vez de eso, el Tesoro intenta negociar los rescates banco por banco y actúa como si los bancos tuvieran todas las cartas, retorciendo los términos de cada acuerdo para minimizar la propiedad gubernamental; mientras está renunciando a la influencia gubernamental sobre la estrategia o las operaciones del banco. En estas circunstancias resulta imposible limpiar los balances bancarios.
La nacionalización no implicaría la propiedad permanente del Estado. El consejo del FMI sería esencialmente que se elevara el nivel de los procedimientos de la Federal Deposit Insurance Corporation. Una “intervención” de la FDIC es básicamente una bancarrota para bancos gestionada por el gobierno. Permitiría al gobierno barrer a los accionistas, limpiar el balance y luego vender los bancos de nuevo al sector privado. La principal ventaja es el reconocimiento inmediato del problema para que pueda resolverse antes de que empeore.
El gobierno necesita revisar los balances e identificar aquellos bancos que no podrán sobrevivir a una severa recesión. Estos bancos tendrían que afrontar una elección: o contabilizan sus activos por el verdadero valor y elevan sus capital privado en treinta días o pasan a poder del gobierno. El gobierno amortizaría los activos tóxicos de los bancos en suspensión de pagos (reconociendo así la realidad) con transferencia de esos activos a una entidad separada del gobierno que intentaría salvar todo lo que posiblemente tuviera valor para el contribuyente, como hizo la Resolution Trust Corporation tras la debacle de las cajas de ahorro en los ochenta. Y podrían ser vendidos luego los bancos depurados y limpios, capaces de prestar con seguridad porque habrían recuperado la confianza de nuevo de otros prestamistas e inversores.
La limpieza de los megabancos será compleja. Y será cara para el contribuyente; conforme a las últimas cifras del FMI, a largo plazo la limpieza del sistema bancario costaría probablemente 1,5 billones de dólares (o el 10 por ciento del PIB). Pero solo la acción decisiva del gobierno saneará al sector financiero en sus conjunto, exponiendo la total amplitud de la podredumbre financiera y restaurando a un cierto número de bancos con una solvencia verificable públicamente. Es posible que esto parezca una fuerte medicina. Sin embargo, la realidad es que es insuficiente aunque sea necesaria.
El segundo problema al que se enfrentan los EEUU, el poder de la oligarquía, es justo tan importante como la inmediata crisis de los préstamos. Y en este frente, desde el FMI el consejo nuevamente sería simple: romper la oligarquía.
El desproporcionado sobredimensionamiento de las entidades tiene influencia sobre la política pública; los principales bancos que tenemos hoy obtienen gran parte de su poder por ser demasiado grandes para fallar. Y eso no lo modificaría la nacionalización y la reprivatización; y aunque sería justa y sensata la sustitución de los ejecutivos que nos llevaron a esta crisis, en última instancia el reemplazo de un conjunto de poderosos gestores por otro solamente cambiaría el nombre de los oligarcas.
Lo ideal sería vender los grandes bancos en trozos de tamaño mediano, divididos por regiones o por tipos de negocios. Donde esto resultara impracticable porque su venta tendría que ser rápida, podrían venderse íntegros pero con la condición de que fueran fragmentados dentro de un plazo corto. Los bancos que permanecieran en manos privadas estarían también sujetos a limitaciones de tamaño.
Esto puede parecer un paso burdo y arbitrario, pero es la mejor manera de limitar el poder de las ntidades individuales en un sector que es esencial para el conjunto de la economía. Por supuesto que alguna gente alegará los “costes de eficiencia” de un sistema bancario más fragmentado; y esos costes son reales. Pero también son reales los costes cuando explota un banco demasiado grande para fallar, un arma financiera de destrucción masiva. Algo que es demasiado grande para fallar es demasiado grande para existir.
Asimismo es necesario revisar la legislación anti-trust para garantizar la fragmentación sistemática de la banca evitando que la futura reaparición de los peligrosos colosos. Una legislación que se puso en marcha hace más de cien años para combatir los monopolios industriales, no estaba prevista para abordar el problema que afrontamos ahora. Actualmente el problema en el sector financiero no es que una determinada firma tenga una cuota de mercado suficiente para influir en los precios; sino que una firma o un pequeño conjunto de firmas interconectadas, al quebrar puedan derribar la economía. Los estímulos fiscales de la Administración Obama evocan a Franklin D. Roosevelt (el presidente que superó la Gran Depresión) pero lo que necesitamos imitar es la legislación sobre bancarrota de los trusts de Teddy Roosevelt.
Aunque rezume populismo, los topes en la retribución de los ejecutivos pueden contribuir a restaurar el equilibrio político de poder e impedir la emergencia de una nueva oligarquía. Para la gente que trabaja en Wall Street y para los funcionarios gubernamentales que se sienten felices de disfrutar de la gloria que proyecta, la principal atracción de Wall Street ha sido la asombrosa cantidad de dinero que permitía lograr. La limitación de ese dinero reduciría el encanto del sector financiero y lo asemejaría más a cualquier otra industria.
Sin embargo, los topes rotundos en las remuneraciones son burdos, especialmente a largo plazo. Y actualmente la mayor parte del dinero se hace en las grandes firmas de capital riesgo y en los hedge funds; por lo que sería complicado la reducción de las retribuciones. La fiscalidad y la regulación tienen que ser parte de la solución. Aunque con el tiempo es posible que los cambios que supongan más transparencia y competencia, harían disminuir las comisiones de la industria financiera. Para quienes dicen que esto desplazaría las actividades financieras a otros países, podríamos replicarles ahora, pues qué bien.
DOS CAMINOS
Parafraseando a Joseph Schumpeter, el economista de principios del siglo XX, todo país tiene una élite; lo importante es cambiarla de vez en cuando. Si los EEUU fueran solo cualquier otro país que llega al FMI con el sombrero en las manos, yo podría ser bastante optimista respecto a su futuro. La mayoría de las crisis de los mercados emergentes que he mencionado terminaron relativamente pronto, y en su mayor parte, dejaron paso a recuperaciones relativamente fuertes. Pero esto desgraciadamente nos ofrece los límites de la analogía entre los EEUU y los mercados emergentes.
Los países con mercados emergentes tienen solamente un dominio precario de la riqueza y son frágiles en el plano global. Cuando se encuentran en apuros, se quedan literalmente sin dinero o al menos sin divisas, sin las cuales no pueden sobrevivir. Tienen que tomar decisiones difíciles; y a la larga se introducen medidas drásticas. Desde luego, los EEUU son la nación más poderosa del mundo, ricos sea cual sea medida de referencia y han sido bendecidos con el privilegio exorbitante de pagar sus deudas extranjeras en su propia moneda que ellos mismo imprimen. Como resultado, podrían muy bien ir dando tumbos durante años como ocurrió con Japón durante su década perdida, sin disposición de ánimo para hacer lo que necesitan hacer y sin recuperarse nunca. En estos momentos, no parece cosa segura que se produzca una ruptura tajante con el pasado que suponga la toma y limpieza de los principales bancos. Desde luego nadie en el FMI les forzará a ello.
En mi opinión, los EEUU se enfrenta a dos escenarios posibles. El primero implica acuerdos banco por banco y la continuada repetición de ruidosos rescates, como los que vimos en febrero con Citigroup y AIG. La Administración intentará salir adelante y reinará la confusión. Boris Fyodorov, el desaparecido ministro de finanzas de Rusia, combatió durante gran parte de los últimos veinte años a los oligarcas, a la corrupción y a los abusos de autoridad en todas sus manifestaciones. Gustaba decir que la confusión y el caos servían a los intereses de los poderosos, permitiendoles que se apoderaran de cosas, legal e ilegalmente, con impunidad. Con una inflación alta ¿quien puede decir lo que vale realmente una determinada propiedad? Cuando el sistema de crédito se apoya en disposiciones gubernamentales bizantinas y en acuerdos en la trastienda, ¿cómo se puede saber de cuanto nos han desplumado?
Nuestro futuro podría basarse en el continuo tumulto que alimenta el saqueo del sistema financiero; mientras hablamos cada vez más sobre cómo nuestros oligarcas se convierten en bandidos y cómo la economía no acaba de arrancar.
El segundo escenario comienza de modo más sombrío y podría terminar también de esa manera. Pero al menos proporciona alguna esperanza que sacudiría nuestro letargo. Consiste en esto: la economía global sigue deteriorándose, se colapsa el sistema bancario del centro y este de Europa y se extiende por el continente el temor justificado a la insolvencia gubernamental; porque los bancos de Europa del Este son en su mayoría propiedad de los bancos occidentales. Los acreedores sufren más golpes y la confianza se deteriora aún más. Resultan devastadas las economías asiáticas que exportan bienes manufacturados y también los productores de materias primas de Latinoamérica y África se encuentran por el estilo. Un empeoramiento tremendo del entorno global pondría de rodillas a la ya vacilante economía estadounidense. Los índices de crecimiento utilizados como base del presupuesto actual de la Administración estadounidense son considerados cada vez menos realistas y “el escenario color rosa” que el Tesoro de los EEUU está usando actualmente para evaluar los balances de los bancos, se convierte en fuente de un gran bochorno.
Bajo este tipo de presiones y enfrentados a la perspectiva de un colapso nacional y global, es posible que la mentes se concentren más.
Todavía la sabiduría convencional entre la élite sostiene que la actual depresión “no será tan mala como la Gran Depresión”. Y esa visión es errónea. La realidad es que lo que nos enfrentamos podría ser peor que la Gran Depresión, porque el mundo está ahora mucho más interconectado y el sector bancario es mucho más grande actualmente. Nos enfrentamos a una disminución sincronizada de la actividad económica en casi todos los países, a la debilitación de la confianza de personas y países y a problemas importantes en las finanzas de los gobiernos. Si nuestro liderazgo hace frente a las consecuencias potenciales, es posible que todavía veamos la adopción de acciones espectaculares en el sistema bancario y la ruptura de la vieja élite. Esperemos que no sea demasiado tarde.
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Ensayo publicado en los EEUU por la revista The Atlantic Monthly en su número de mayo 2009 bajo el título "The Quiet Coup"
Traducción de Juan Hdez. Vigueras – comité de apoyo a Attac,
Red de Justicia Fiscal
El Buscador
Sobre el Autor:
Tambien conocido como Señor Sergio, Boni, Bona, Chela, Bonacheladas, Bonadelo de Crema, Borrachela, Bonaenchilada, Bocachancla, el Pelos y la Rubia. Le trae por culo que no le llamen simplemente Bonachela. Mediocre polifacético y burbujista / transicionista convencido, se cree últimamente un ser de la luz o algo parecido.
Gracias a Sardinita en Lata en el foro Transición Estructural por apuntar a tan magnífico documento.
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